Capítulo 31 "El encuentro"

Rádulf llegó a la casa del conde, una inquietud en su pecho estaba vigente, esa emoción contenida de esperar lo inesperado. La presencia de Cárdigan en la casa parecía un aroma que invadía e impregnaba cada rincón, al menos esa era la percepción del escriba.

Entró con precaución, como si aquel lugar hubiese dejado de ser su espacio diario de trabajo. El silencio y la calma eran la característica en aquella fresca mañana, solo allá en la cocina se escuchaba movimiento, una silenciosa mujer hacía limpieza en el recibidor que con quirúrgica seña saludó a Rádulf, quien contestó de igual forma, como intentando no profanar el silencio existente. Abrió el despacho y se internó en él.

Quiso iniciar sus actividades pero esa sensación que le invadía, le impedía pensar en otra cosa que no fuera que a unos cuantos metros su amada aún dormía. La angustiante situación no duró mucho ya que a los pocos minutos el Conde apareció, cerrando la puerta tras de sí, Rádulf se incorporó saludando con un movimiento de cabeza, a lo que el Conde contestó colocando su dedo índice sobre su boca, solicitando silencio, se acercó y le dijo en voz baja:

—Ha venido en la madrugada un mensajero, que aunque sirve al Duque de Alba, es de mi confianza, me trajo un mensaje donde me indica que el Duque llegará primero a la Huerta del Peñón y viene con Mariana. —Rádulf hizo una mueca de sorpresa a la que el Conde correspondió con un balanceo afirmativo— Me pide que lo reciba allá. Pero el mensajero me cuenta que viene muy molesto, que al parecer Mariana ha terminado con la relación y no le ha caído nada en gracia, la ha obligado a venir con él, y la instalará allá. En un par de horas lo esperaré a las afueras del pueblo, en el mensaje me pide total discreción con la señorita Cárdigan.

Rádulf instintivamente puso su mano en el antebrazo del Conde y le dio un apretón, éste sonrió y continuó:

—Si amigo, son buenas noticias para mí, sin embargo tengo que esperar a que Cárdigan despierte y acompañarla en el desayuno. Necesito que vayas a la huerta, llévate la carreta de víveres con dos sirvientes, que limpien un poco, lleva provisiones y deja esto en la recamara de Mariana —Hurgó entre sus ropas y sacó una carta sellada y se la entregó a Rádulf—, es importante para mí. —Rádulf la recibió, se sentía algo molesto ante las instrucciones ya que lo alejaban de la casa, pero asintió—. Es imperativo que tú y los sirvientes no estén cuando lleguemos, así que instrúyelos para que se den prisa y regresen de inmediato, dos horas recuérdalo.

—Cuente con ello —contestó.

Salió del despacho y siguió las instrucciones, cargó la carreta y con dos sirvientes partió a la Huerta del Peñón.

Una vez en la huerta, los sirvientes comenzaron sus labores, una ventana había quedado abierta y todo el comedor estaba polvoso, así que el trabajo era más lento, hasta que calculando los tiempos, les ordenó que dejaran la limpieza y comenzó el regreso.

Transitaba en la carreta con los dos sirvientes casi llegando a su casa cuando en una curva, se topó con la comitiva, el camino no era muy ancho, por lo que orilló un poco la carreta.

Encabezando venía el Duque de Alba en un hermoso caballo percherón blanco acompañado por el Conde, el Duque ni siquiera notó su presencia, cabalgaba erguido con ese aire de realeza que distinguía a la casa de Alba, los sirvientes inclinaron la cabeza en señal de respeto, pero Rádulf observaba, sin casi mover la cabeza el Conde dedicó una mirada a su escriba y éste contestó con un leve movimiento afirmativo.

Atrás de ellos cuatro jinetes al parecer parte de la corte y después un carruaje cubierto en el que pudo notar la presencia de Mariana acompañada de algunas damas, finalizaba la comitiva otro pelotón de guardias y sirvientes, que se aglutinaban, siguiendo el paso.

Rádulf se disponía a continuar su regreso, cuando notó que entre los últimos mencionados, había un jinete que destacaba y vestía de negro, estiró el cuello tratando de distinguir y en ese momento cruzó miradas con el hombre de negro. Un gesto de desconcierto apareció en el rostro del individuo, quien pareció aminorar el paso, a la vez que Rádulf entraba en movimiento, el cruce había sido rápido, por el ritmo de la caravana, pero ambos voltearon ya casi de espaldas, el tipo prácticamente detuvo su caballo y después de algo que pareció un bufido, miró hacia todos lados y dio la vuelta en dirección a Rádulf, quien sintió un escalofrío recorrer su espalda, llegó a corta distancia, volvió a recorrer con la mirada los cuatro puntos cardinales y dijo:

—Discúlpame amigo, solo es trabajo, yo que tú, desaparecería de inmediato.

Dicho esto regresó a toda prisa integrándose en el final de la comitiva.

Rádulf quedó petrificado, los sirvientes le miraron interrogantes sin decir palabra, él encogió los hombros intentando parecer indiferente.

Continuó el regreso especulando sobre aquellas palabras, después del suceso con Esteban, pensar en aquel hombre le causaba miedo; ahora se lo encontraba de frente y nuevamente las palabras al aire de aquel individuo lo dejaban en tensión.

Llegó a la casa del Conde, un tanto aturdido con lo sucedido, sin pensar mucho despachó a los sirvientes y entró, las flores y la decoración del recibidor le hicieron reaccionar... Miró hacia todos lados, todo estaba tranquilo, en eso, el ama de llaves cruzó rumbo a la cocina; al mirarla Rádulf preguntó:

—¿Y la señorita Cárdigan?

—Me parece que da un paseo por los jardines —contestó la señora sin prestar mucha atención y se internó en la cocina.

Rádulf pensó por un momento, el corazón comenzó a acelerarse, caminó con sigilo hacia las habitaciones, un sentimiento de culpa infantil lo dominaba, como si fuese un niño haciendo una travesura, llevó la mano a su pecho oprimiendo y sintió la carta que la noche anterior había escrito, ésta crujió un poco ante la presión; pasó a la segunda sala de espera y se dio cuenta que la habitación destinada a Cárdigan estaba abierta, se acercó lentamente y con cuidado observó...

Al percatarse que no había nadie se dirigió a la mesita, sacó la carta y la colocó en ella, su respiración era acelerada, pero un suspiro entrecortado interrumpió el casi frenético ritmo pulmonar; aspiró profundamente descubriendo un suave aroma, que lo hizo cerrar los ojos...

—¿Qué hace usted aquí? —Irrumpió una suave voz, que le hizo dar un salto volteando hacia la puerta.

—¿Cárdigan? —Alcanzó a decir...

—¿Si?... —Contestó la dama con duda y sorpresa.

—Soy Rádulf...

Cárdigan lo miró extrañada, sus ojos y sus facciones reflejaron desconcierto y temor.

—Le he preguntado ¿Qué hace aquí?... Señor... Rádulf...

Una sensación de absoluta confusión dejó a Rádulf paralizado, todo se nublaba a su alrededor, sentía un letargo en su habla y en sus movimientos, miraba a Cárdigan de frente con emoción indescriptible, pero la situación escapaba de su entendimiento y de sus incontables sueños esperando ese momento. Sin conciencia de las palabras que pronunciaba, clamó:

—Cárdigan soy yo, Rádulf...

—Señor, ya me ha dicho su nombre, pero no me ha contestado, creo que tendré que...

Cárdigan daba la vuelta buscando la salida llena de temor, cuando Rádulf contestó:

—Perdón señorita, soy escriba y administrador del Conde de Lavalle, solo revisaba que todo estuviera bien, ¿necesita algo?...

—No, le suplico se retire de mi habitación. —Contestó Cárdigan un poco más tranquila, pero con tajante autoridad, haciéndose a un lado para dar paso al escriba.

Rádulf hizo una reverencia y salió con paso inseguro, no había caminado mucho cuando se topó de frente con las damas de compañía, que ya llegaban.

Claudine miró a Rádulf con sorpresa, éste a su vez cruzó mirada con ella, estaba totalmente aturdido, un dolor comenzaba a invadir su pecho, frustración, desconcierto e incredulidad, apuñalaban su corazón. Ambos intentaron decir algo, pero no emitieron sonido. Claudine le propinó una mirada de compasión y ternura, parecía comprender que algo estaba mal.

La voz de Cárdigan sonó a lo lejos:

—Claudine, Silvia, las estoy esperando...

Las chicas se apresuraron pero en el último instante Claudine acaricio discretamente el hombro de Rádulf. El suave contacto lo hizo reaccionar y continuó su camino, comenzó a sentir como que el aire le faltaba, se dirigió hacia el recibidor dispuesto a salir de la casa.

Ya estaba saliendo al patio cuando descubrió a varios guardias en la entrada con una señora, quien al verlo, lo señaló con el dedo:

—Es él...

Los guardias desenfundaron espadas apuntándole.

—¡Deténgase!, queda usted arrestado por el asesinato del mensajero del Duque de floresta de nombre: Esteban. —inquirió uno de ellos.

—Pero... ¿de qué me habla? —Balbuceó Rádulf.

No pudo decir más, con brutalidad recibió un golpe que lo hizo caer, para después sentir como lo apresaban, le ataban las manos y lo incorporaban a jalones.

Se repuso del impacto y replicó:

—Creo que están en un error, soy el escriba del Con... —Otro golpe le reventó el labio inferior, salpicando sangre e impidiéndole terminar la frase.

Ante el ruido algunos sirvientes comenzaban a salir de la casa, entre ellos el ama de laves que al ver lo que acontecía se abalanzó hacia los guardias gritando: «¡Déjenlo, déjenlo!», pero fue apartada con un brusco empujón, un sirviente mas quiso intervenir pero fue repelido a punta de espada.

—¡Llévenselo! —Gritó uno de los guardias, que parecía ser el jefe de la cuadrilla.

Ya arrastraban a Rádulf hacía uno de los caballos cuando se escuchó una voz femenina:

—¡Deténganse! —La hija del Duque de Floresta quiere saber qué sucede.

Rádulf con la poca conciencia que le quedaba alcanzó a ver a lo lejos en la ventana del despacho a Cárdigan que miraba discretamente y a Claudine que se acercaba...

—Disculpe señorita, no es nada que le afecte, este hombre mató a un mensajero de Floresta y lo llevamos arrestado mientras recibimos instrucciones del jefe de la guardia del Duque de Alba.

Claudine llegaba hasta donde se encontraba Rádulf con los guardias.

—¿Pero están seguros de que es él?

—La señora que está allá le ha reconocido, ya sabemos donde vive, por la tarde registraremos la vivienda y seguro pronto encontraremos el cuerpo.

Rádulf colgaba sujetado por dos mastodontes, casi inerte, pero ante las últimas palabras pareció reaccionar.

Claudine intentó acercarse a él pero se lo impidieron. Rádulf tomando fuerza balbuceo:

—Claudine... mi casa... las cartas... mi casa... las cartas...

Todo se obscureció, un nuevo golpe terminó con la conciencia, la impotencia y las perplejidad que Rádulf sentía...

....

La oscuridad avanzó como una niebla envolvente, ocultando cualquier ilusión sublime, cualquier instante deseado, deteniendo latidos, anhelos, reescribiendo historias que parecían de amor...

 

 


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