Un paso rápido y atropellado se escuchó, inmediatamente la puerta del despacho se abrió y el Conde quedó frente a Radulf que lo miró y por un instante un aire de expectación se posó entre ambos.
Rádulf intentó pararse, pero con una seña el Conde se lo impidió.
Hasta ese momento creía conocer perfectamente al Conde, pero esa expresión, esa mirada indescifrable, que parecía contener temor, súplica, enojo y desesperación, combinada con algo extraño que no comprendía; lo desconcertaron por completo.
El silencio incomodo fue roto por el Conde que con la mirada señaló hacia las cartas que estaban sobre el escritorio.
—¿Las has leído?
—Sí señor.
—¿Y qué piensas?
—Pues que debemos darnos prisa con los preparativos, quizá deba contratar algunos guardias extras, por lo de la seguridad y...
—Eso lo sé. —Inquirió el Conde con cierto enfado—. Pero lo de Mariana...
—Conde, creo que está muy claro, debe enviar a la señorita a Floresta lo más pronto posible.
—¡Rádulf por favor! —Suplicó el Conde, para después hacer un silencio—. ¿Qué ha hecho el guardia de Floresta?, ¿A dónde ha ido?...
Rádulf se desconcertó un poco ante el cambio de tema, pero contestó:
—Ha ido primero a la posada de Doña Esperanza, donde al parecer le dieron algún informe, pues se dirigió hacia la salida del pueblo rumbo a la Huerta del Peñón. —Al escuchar esto el Conde cambio su expresión y su piel blanca se torno de un tono como transparente verdoso casi fantasmal y preguntó con nerviosismo—. ¿Ha llegado hasta allá?, ¿Se ha visto con Mariana?
—No, se detuvo a mitad del camino y se entrevistó con un hombre.
—¿Con quién, le has reconocido? —Rádulf pensó un momento en la respuesta y contestó:
—No se su nombre, pero me parece haberlo visto en Floresta.
—¿Y qué ha pasado?
—Se dijeron algunas palabras y después el hombre montó y se retiró...
—¿Rumbo a la Huerta? Interrumpió nuevamente el Conde.
—No señor, de regreso al Pueblo, de igual forma el guardia ha regresado directo hacia acá.
El Conde retorció su bigote en señal de pensamiento, caminó unos pasos y se dejó caer en su sillón.
—Es muy extraño —, dijo el Conde.
—Sí que lo es —Reafirmó Rádulf.
Por un instante el silencio invadió nuevamente el ambiente, ambos respetaban sus propias cavilaciones, hasta que un suspiro profundo del Conde lo rompió. Miró fijamente a Rádulf, se notaba que hacía un gran esfuerzo por hablar, hasta que por fin lo hizo con un tono de voz que casi fue inaudible.
—Mariana no puede ir a Floresta...
—¿Por qué no? —Preguntó Rádulf sorprendido.
—Porque no quiere... Porque no debe... Porque no quiero.
—¡Pero Conde! ¿Por qué no querría ir Mariana a Floresta?
—Porque ha dejado de amar al Duque de Alba... Ya no quiere saber nada de él.
Rádulf abrió la boca pero no emitió sonido, estas palabras lo dejaron sorprendido y por lo tanto sin habla, los ojos muy abiertos, una pequeña inclinación de cabeza y una inhalación interrumpida, se tornaron en una interrogante que el Conde comprendió.
—Sí mi amigo, se que pensaste que mi afición por las cortas aventuras había aflorado nuevamente en mí, pero... Esto es otra cosa y soy correspondido. He encontrado en Mariana algo distinto, me da miedo hasta decirlo, pero es alguien especial, es, como mi alma gemela. Rádulf de verdad no sabes lo que siento, es algo desconocido que me arrebata, que no puedo controlar, es... Como si todo lo que he vivido y conocido hubiese perdido su brillo y por primera vez mis ojos vieran la realidad, una realidad que me gusta, que se me hace la única en la que quiero creer... Tú debes entenderme, ¿Verdad que me entiendes?, dime que lo haces...
Rádulf miró al conde, en su interior lo entendía perfectamente y descubría en las palabras una verdad indiscutible: El Conde, ese afamado "Don Juan", afecto a las fiestas, al vino, al dinero, a la belleza física y a la banalidad; se había enamorado.
Era verdaderamente una locura, el Conde se había enamorado por primera vez pero de la persona incorrecta, o al menos en un momento en el que no debía, pero, ¿que podía decir él?, ¿Cómo podía juzgarlo?, si él mismo vivía una historia secreta que era prohibida y totalmente fuera de lugar...
—¿Rádulf? —Inquirió el Conde casi suplicante, interrumpiendo los pensamientos de éste.
—Lo entiendo mi estimado Conde, lo entiendo completamente. Y mi corazón se alegra por usted, pero, no tengo que decírselo, en estos momentos no puede negarse a las peticiones del Duque de Alba.
El Conde se arremolinó en su sillón, pensó por un momento y su piel cambió a un tono rojizo, se adelantó hacia el escritorio dando un fuerte golpe sobre él y con rabia exclamó.
El Conde se dejó caer nuevamente en su sillón abatido. Rádulf ante las palabras de enojo, había revivido su propia batalla e interiormente sentía la misma indignación.
Quería contarle a su amigo todo lo que habitaba en su corazón, deseaba también ser escuchado y sentirse comprendido ante la encrucijada en la que se encontraba, su corazón anhelaba gritar el amor que sentía y la rabia e impotencia que le invadía, pero no podía, lo suyo debía mantenerse en ese oscuro rincón donde los gritos se ahogan en el silencio...
Trató de componer su rostro y levantó la vista hacia el Conde. Este pareció sentir la mirada y con un sollozo casi infantil murmuró.
—Rádulf no puedo...
El silencio nuevamente tomó posesión del momento.
Ahí en esa habitación dos hombres tragaban sus lágrimas, como adolescentes queriendo tomar una decisión madura, sumidos cada uno en sus angustias y lo más increíble era que la causa de todo ese pesar tenía un mismo nombre: El Duque de Alba.
Pasaron algunos segundos, quizá minutos de absoluto, de callada agonía hasta que Rádulf preguntó.
—¿Quiere que yo vaya con Mariana?
El conde moviendo la cabeza con rotunda negación contestó:
—No, esto debo hacerlo yo. —Suspiró y tomando fuerzas prosiguió— Creo que debí hacerte caso la primera vez que quisiste tocar este tema.
—No, —Dijo Rádulf entrecerrando los ojos y negando con la cabeza—, en este caso no, por extraño que parezca creo que usted está en lo correcto, al corazón no se le manda...
El conde estrecho con fuerza la mano de Rádulf para después decir:
—Encárgate de que se inicien de inmediato todos los preparativos, que se revise la bodega y se compre lo necesario para cubrir con los requerimientos, déjame hecha una carta de confirmación para el Duque de Alba diciéndole que esta tarde sale Mariana y para el Duque de Floresta una misiva corroborando las necesidades. Debo ir a la Huerta del Peñón, dile al cochero que preparé todo para que Mariana salga en un par de horas.
—Así lo haré.
El Conde se levantó y salió del despacho, por su andar parecía haber envejecido veinte años en una mañana. Rádulf hizo lo mismo y comenzó a dar instrucciones a la servidumbre y cocineras, quizá en otro momento esto le haría ilusión, pero más bien lo hacía con un dejo de tristeza.
Poco más tarde vio salir al Conde a caballo, acompañado del carruaje.
El resto del día fue de trabajo, hizo las cartas y estuvo pendiente de que todo se fuese cumpliendo, en uno de esos momentos la cocinera arribó dando chasquidos y pidiendo con urgencia aceite de oliva, Rádulf buscó a alguien que fuera a comprarlo, pero todos estaban ocupados, así que tomó un carretón y el mismo salió a comprarlo.
Caminaba lentamente, cuando distinguió un bulto a mitad de una calle, se acercó pensando que quizá era alguien a quien se le habían pasado las copas en una temprana francachela, llegó hasta el cuerpo y lo movió por el hombro, pero este no reaccionó, lo jaló un poco y el cuerpo cedió quedando boca arriba... Un sudor frío recorrió su frente al descubrir una gran mancha de sangre en el empedrado y al mirar el rostro del sujeto Rádulf quedó congelado.
....
Sucesos fuera de control, revelaciones inesperadas, todo se torna difícil, pero quizá... una historia esté por escribirse, un momento prometa convertirse en sublime, un instante, un latido, un anhelo... una historia de amor...