Capítulo 38 "Descubriendo al animal"

El Conde de Lavalle quedó pensativo por un rato, los sucesos que habían venido ocurriendo salían totalmente de lo esperado. La visita tan esperada fue fugaz y cargada de extraños acaecimientos.

Ahora él se encontraba en una posición delicada, ya que, por un lado Cárdigan le había dado su confianza y por el otro aún contaba con la del Duque de Alba, que a pesar de todo lo ocurrido parecía seguir contándolo como su aliado. Sin embargo para Lavalle estaba claro: su lealtad estaba con la corona y por lo tanto con la familia de Floresta, además el Duque de Alba había apresado a su escriba y era ya un rival de amores...

Al pasar por este punto Lavalle se levantó inquieto, con todo lo sucedido se había olvidado de Mariana.

Salió de su despacho y se dirigía a las caballerizas cuando distinguió extrañado a una chica de su servicio.

—Oye, ¿No estabas de servicio en la Huerta del Peñón?

—Sí mi señor, pero el día de ayer por la tarde el Duque de Alba nos ordenó a todos que nos viniéramos.

—¿A todos?

—Sí, él se quedó solo con la Señorita Mariana.

El Conde bufó, algo pareció presionar su pecho, con paso rápido se dirigió a la caballeriza, y salió a galope. El camino se le hacía eterno, por más que apuraba a su caballo sentía que los segundos languidecían, el caballo era el que corría pero parecía que él hacia el esfuerzo ya que su respiración se agitaba cada vez más.

Por fin llegó hasta la Huerta del Peñón. Con movimiento ágil bajó del caballo y se internó en la propiedad gritando:

—¡Mariana!, ¡Mariana!...

No hubo respuesta... Entró a la casa, buscó en un par de espacios y por fin en una de las habitaciones la encontró sobre la cama, estaba inerte y semidesnuda.

Corrió hasta ella, la abrazó agitándola —¡Mariana!, ¡Mariana!... —No había respuesta...

Un dolor indecible le invadía, las lágrimas corrían por sus angulosos pómulos atendiendo a la fuerza de gravedad y caían en el rostro de la chica... La llevó contra su pecho, el silencio que hasta ese momento había sido interrumpido solo con sollozos, desapareció ante desgarradores lamentos.

Se balanceaba con el cuerpo lánguido de su amada entre sus brazos, se entregaba a ese dolor que surgía de la escena, hasta que de pronto reaccionó, se calmó un poco, colocó a la chica sobre la cama y llevó su oído hasta aquél pecho desnudo. Dudó unos instantes y prestó más atención. Un leve y cansado golpeteo rítmico surgía del tórax de Mariana...

Con una especie alarido ahogado surgió de su boca, con presteza levanto en sus brazos a la chica y con cuidado salió de la construcción. Fue complicado subir al caballo sin dejar de abrazarla, pero una vez que lo logró, se encaminó de regreso a su casa.

Entraba al pueblo después de un interminable trayecto, cuando tuvo una idea, le quedaba más cerca la taberna de Don Eugenio, así que se dirigió hacia ella.

Al llegar bajó como pudo de su montura mientras gritaba:

—¡Don Eugenio!, ¡Don Eugenio!...

No tuvo que llegar hasta la puerta cuando tabernero acudía al llamado.

—¡Por todos los cielos! ¿Qué ha pasado?

—¡Ayúdeme por favor!

—¡Venga!, por el amor de Dios, sígame, vamos al cuarto de Claudine.

Llegaron al cuarto y el Conde deposito el cuerpo en la cama, mientras Don Eugenio desaprecia por un instante para después regresar con algunos frascos y ungüentos.

Se dirigió a la chica y mojando un trapo con uno de los líquidos se lo acercó a la nariz y ella pareció reaccionar, tosió un poco pero permaneció inconsciente.

Lavalle sentado a su lado miraba con ojos suplicantes.

—Creo que estará bien, ha reaccionado, solo que parece estar muy débil, —Dijo Don Eugenio mientras observaba el cuerpo de la chica—, ¡Por piedad! Que está toda golpeada. ¿Quién ha hecho esto? ¿Qué ha pasado?

—¿Estará bien?, ¿cómo lo sabe? Exclamó Lavalle suplicante.

El tabernero cubrió el cuerpo de Mariana con una mantilla y dijo:

—No sabe la cantidad de borrachos y golpeados que he tenido que revivir en mi negocio, aunque lo mejor sería que se llame al curandero, para estar seguros. Por lo pronto hay que darle agua. ¡Ayúdeme! Necesitamos reanimarla, enderécela un poco...

El Conde con cuidado la levantó un poco. Don Eugenio volvió a acercar el tapo y los vapores volvieron a tener efecto en Mariana quien tosió nuevamente y emitió un leve quejido, llevó un vaso de agua a la boca de la chica y mojó sus labios. Ella al sentir el agua de manera instintiva hizo a tomar, pero se atragantó.

—¡Con calma mi niña! —Dijo el Hombre en tono paternal...

La chica entreabrió los ojos y se encontró con la mirada angustiada de Lavalle. Con un gran esfuerzo llevo su mano a la mejilla de éste y murmuro:

—Mi amado Conde... perdón... yo no quería...

Lavalle sin poder contener las lágrimas interrumpió:

—¡No!, perdóname tu a mí, nunca debí aceptar que estuvieras con ese animal...

La chica no pareció escuchar simplemente volvió a perder la conciencia.

Por unos instantes reinó el silencio, Lavalle absorto acariciaba tiernamente el rostro de la chica mientras Don Eugenio observaba incrédulo aquella escena. Conocía bien al Conde, pero ver a ese hombre preocupado y abatido no era una imagen que pensó ver nunca.

Después de una espera prudente, habló.

—Conde si le parece iré a buscar al curandero, no tardo mucho.

Alba asintió, pero antes de que el tabernero saliera de la habitación le dijo:

—Don Eugenio, le suplico discreción y... Gracias...

....

El carruaje donde iba Cárdigan se detuvo, algunos murmullos se escuchaban.

—¿Qué sucede? —Preguntó Cárdigan asomándose por una ventanilla.

El jefe guardias se acercó y dijo:

—No lo sé, permítame averiguar.

—¡Atentos todos! —Gritó y desapareció.

Pasaron un par de minutos cuando regresó y reportó:

—Ha habido un incidente en el camino Señorita, parece que han atacado a una cuadrilla de algún caballero, hay varios muertos, pero nos dejarán pasar, solo daremos un pequeño rodeo y...

—¡Espere! —Interrumpió Cárdigan— Quiero ver de quien se trata.

—Señorita no es agradable el espectáculo, no debe bajar.

Cárdigan no escucho e hizo el intento de abrir la puerta del carruaje cuando el guardia se lo impidió...

—Insisto Mi Señora, usted no debe ver esto. Si quiere averiguaré de quien se trata.

—Está bien —respondió Cárdigan molesta—, aquí lo espero.

El guardia desapareció nuevamente. Pasaron varios minutos de tensión, todos los acompañantes de la caravana estaban en guardia. Cárdigan se movía inquieta dentro del carruaje...

—Señorita...

—Sí, dígame que supo. —Ordenó Cárdigan asomándose por la ventanilla.

—Me dicen que es un amigo de su padre... El Marques de San Lorenzo... Parece que le han puesto una redad, me imagino que asaltantes en busca de oro...

Una inquietud invadió a Cárdigan ante la noticia, su pecho se agitó y la sangre pareció dejar de recorrer sus venas...

—Señorita ¿se siente bien? —Inquirió el guardia preocupado.

—Sí, sí, vámonos tenemos que llegar lo más pronto posible con mi padre. —Respondió Cárdigan con dificultad...

....

Lavalle observaba embelesado a Mariana cuando Don Eugenio apareció con un hombre y una chica.

—Conde aquí está en curandero y he traído a la hija de Antonio, es de confianza, necesitamos a alguien que cuide a... esta chica...

—Gracias Don Eugenio...

El curandero hizo salir a todos de la habitación menos a la chica.

Pasó cerca de una hora en la que el Conde no dejó de caminar en círculos, ya le había negado cuatro veces la oferta del tabernero de tomar o comer algo, hasta que por fin la puerta se abrió y salió el curandero.

—¡¿Cómo está?! Preguntó el Conde impaciente.

—Está débil, pero ya consiente. No se preocupe, se recuperará con buenos cuidados.

—¡Lo que haga falta! No repare en gastos.

Dicho esto sacó una bolsita con varios reales de plata y las entregó al curandero, el cual asintió con la cabeza diciendo.

—Claro Conde de Lavalle, la cuidaremos bien.

—Creo que ya le ha dicho Don Eugenio que requiero extrema discreción.

—Por ello no se ocupe. Es un hecho.

—Oiga ¿Puedo hablar con ella?

—Sí, pero sea breve, está muy débil...

El Conde entró en la habitación y al instante la chica que había permanecido dentro salió.

Solo pasaron unos minutos en los que Don Eugenio despidió al curandero, cuando el Lavalle salió. Su rostro había cambiado completamente, parecía tener fuego en los ojos, su piel otrora blanca se había tornado a rojo carmesí.

El tabernero inquieto preguntó:

—¿Qué ha pasado?, ¿está usted bien?...

El Conde respiró profundo, se acercó a Don Eugenio, lo tomo de la mano, y dijo tratando de contener su tono.

—Muchas gracias Don Eugenio, de verdad estoy en deuda con usted, por favor cuídela, ahora tengo que salir, pero le dejaré dinero en mi casa, pase por él, no dude en usar lo que sea necesario. Se lo suplico cuídela mucho y que nadie sepa que está aquí.

—No necesito el dinero y cuente con los cuidados, vaya tranquilo a sus asuntos.

—Pasé a la casa y tome el dinero por favor. Si algo sucediera en días posteriores le suplico que la cuide.

....

Una historia está por escribirse, un incierto futuro, un momento inesperado, un instante, un latido, una historia que tendrá intrínseco el amor.


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