Una tarde de lluvia.

2003-07-17

¡Quiero una camioneta con su asiento para bebe!
Así podría haber hecho mi petición ese día como tantos otros al padre “que está en los cielos” obviamente después de haberme lamentado el no tener dinero para ciertas cosas, pero, no fue así...

Todo comenzó a media mañana un día “de esos”, trabajaba como de costumbre cuando recibí una llamada de mi esposa diciéndome que se le había hecho tarde con su trabajo y que si me sería posible que recogiera al niño en la escuela, acepte con ese sentimiento de contrariedad que nos invade cuando algo se sale de nuestros planes habituales, me apuré y salí un poco antes para poder llegar a la “salida” del colegio, todo malestar que pudiera sentir en ese momento se desvaneció cuando mi hijo, de casi tres años, me descubrió y gritó “Papá”, ese pequeño gesto definitivamente te puede cambiar la vida.

Con la mochila en una mano y el “peque” en la otra, comencé el traslado a nuestra casa, malabareando en una comnbi y después transbordando a un microbús sin grandes contratiempos bajo un cielo de un gris oscuro amenazante y un calor húmedo que anunciaba una vecina tormenta, después de cuarenta minutos llegamos a nuestro hogar. Y ¡Sorpresa! Mi esposa no había llegado, pero el reloj biológico de mi hijo estallo en una continua cantaleta ¡Quiero leche de fresa!, ¡Quiero leche de fresa!, ¡Quiero leche de fresa!, Después de buscar en la cocina los implementos necesarios para esa delicada tarea encontré los polvos mágicos que silenciaron esa apremiante necesidad de mi hijo, ya con un poco de silencio seguí en la cocina y encontré la comida ya preparada por mi esposa para ese día y la puse a calentar a fuego lento suponiendo que ella no tardaría en llegar, mientras tanto con algunas galletas en un plato y más dotación de “leche de fresa” me dispuse a romper las reglas instalándome con mi hijo en la cama y encendiendo el televisor.

No habían pasado ni cinco minutos cuando mi radio - comunicador anunció una nueva tormenta, contesté y escuche como una voz desesperada me pedía auxilio pues una máquina de la empresa estaba fallando y no podían espera más tiempo, en medio de la bruma y desesperación que se empezaban a adueñar de mí escuché una vocesita que decía: - ¡Pues fácil que “drevicen” atrás y con una “hedramienta” que la compongan!, Sabias palabras que me hicieron sentirme orgulloso del sucesor de mis pocos conocimientos, aunque en la realidad la persona que estaba de aquel lado del radio - comunicador no tenía los conocimientos adecuados para hacer tal menester, así que contesté con gran pesar “salgo para allá”.

Empecé a buscar soluciones, no me podía comunicar con mi esposa, no sabía si tardaría demasiado o no, no tenía con quién dejar al “peque”, después de un suspiro y un “Ay Señor échame una mano”, busque en el refrigerador algo que pudiera comer mi hijo en el camino, apagué la comida que ya estaba caliente y me puse en marcha, otra vez la travesía de combis y microbuses ahora para llegar al trabajo, haciendo piruetas y quejándome internamente de la poca educación y pericia de los conductores, del poco respeto al prójimo y del “agandalle” de la gente ante un lugar vacío. Parado con el “itacate” en una mano y mi hijo en la misma para poder sostenerme con la otra del tubo del microbús, sonó mi celular “Gran invento del hombre blanco” que la empresa me daba según para tener más comunicación, (para coartar la libertad pense en ese instante), conteste con la imaginable dificultad de la situación y del otro lado mi esposa avisándome que también su trabajo se había complicado y que estaba “atorada”... con un tono rasposo más salido de la contrariedad y la resignación contesté: - Pues en cuanto termines pasas por el “peque” a mi oficina.

Llegué a mi centro de trabajo y de inmediato me dirigí al lugar del problema, mi hijo me seguía ya caminando solo, con ese interés por lo que hace papá y que hace sentirse grande al más pequeño. Efectivamente como dijeran sus sabias palabras busque atrás de la máquina y con una herramienta empecé a solucionar el problema, ya estaba terminando de arreglar el desperfecto cuando un sonido sospechoso y una mueca de complicidad de mi hijo me hicieron exclamar ¡Chaparro porque no me avisas! Con un movimiento rápido lo cargue al vuelo y lo llevé hasta el baño, pero el daño estaba hecho, el calzoncillo batido y mojado, el pantalón empapado al igual que los calcetines... Controlando mi enojo y mirándolo a los ojos no pude más que abrazarlo y repetirle en voz baja ¿Porqué no me avisas chaparrito?, como respuesta un sollozo mezcla de susto y un pequeño sentido de culpa... Culpa que yo también sentía, pues, a final de cuentas el niño todavía estaba en el proceso de controlarse...

El resto de la tarde fue “show”, después de todo un niño de su edad lleva un cargamento de alegría al hombro que se desborda en las personas que saben de él pero que poco lo ven, así que no falto quién le diera dulces, quien lo cuidara un momento, incluso hubo un par de compañeros que salieron a comprarle ropa interior y un pantalón para que el niño no anduviera con el taparrabo improvisado que le había hecho.

Pero terminó la tarde, terminó la jornada de trabajo y mi esposa no apareció, de alguna forma entendía perfectamente que en el trabajo que ella estaba realizando de pronto las cosas se complican, así que preparé el regreso a casa con mi fiel compañero que feliz, prometía regresar con su papá en otra ocasión.

La tarde había seguido amenazante, con relámpagos y truenos pero sin soltar una gota de agua, claro sin dejar salir ni un pequeño rayo de luz entre sus densos nubarrones. Tomé el microbús y por suerte encontré un lugar vacío, mi hijo con esa paz interior que debiéramos admirar en los niños colocó su pecho contra mi pecho, recostó su cabecita en mi hombro y se durmió, dispuesto a recuperar la energía que le robara ese agitado día. Ya estabamos cerca de la casa cuando se desató el temporal, del cielo materialmente escurrían litros y litros de agua, con esa resignación ciega del “ya que” cubrí a mi hijo con un escueto suéter que llevaba hice la parada e inicié una loca carrera hacia mi casa, a escasa e interminables tres cuadras, aún no llegaba a la primera esquina y estaba empapado, el agua me escurría por la cara, mis brazos brillaban al la luz de las lamparas, mi pantalón antes gris claro se había tornado en gris obscuro, corría agachado tratando de cubrir con mi cuerpo a mi hijo del diluvio que caía del cielo, los charcos y los riachuelos que se creaban en calles y banquetas salpicaban sin detener mi paso, oprimía contra mi pecho a ese pequeño cuerpo, su calor de vida se hacía patente ante el frío de mi empapada espalda, sentía en mis ojos la amenaza brotar más agua pues un sentido de impotencia, desesperación, enojo, preocupación y desesperanza invadían mi ser, y al fondo como una luz de salvación: mi casa, fueron segundos interminables, una especie de difícil retorno a la tierra prometida.

Al fin llegué a mi casa y mi esposa que acababa de llegar, recibió al niño en sus brazos, di un vistazo rápido y comprobé que el niño apenas y tenía un poco mojada la ropa, tomé una toalla y me tumbé en un sillón, jadeante y sollozante.

Poco a poco la agitación fue desapareciendo y por mi mente empezaron a surgir, toda clase de preguntas: ¿Porqué tenemos que vivir esto?, ¿Hasta cuando seguiremos en esta situación económica?, ¿Qué culpa tiene mi hijo?, ¿Porqué no tenemos un coche?... La calma también fue apareciendo en mis pensamientos y en mi ser apareció la sensación del pecho de mi hijo contra en mío, su calor, su tranquila respiración en mi cuello, ¡Qué glorioso sentimiento de vida!, Me sentí protector, luchador, rodeado de una sensación de amor inagotable que transmitía su energía por el contacto del corazón de mi hijo muy, muy cerca del mío, ¡Qué regalo más grande!, ¡Qué indescriptible sensación!, ¡Qué realidad tan irrefutable! Ahí, en medio de la tormenta y la desesperación aparecía un regalo que ningún auto por más lujoso que pudiera ser me daría, ningún padre, al volante de cualquier vehículo podría vivir esa sensación de amor, de lucha; de pronto vi como el cascarón metálico de un coche que muchas veces protege de las inclemencias del tiempo puede también aprisionar al corazón del hombre, alejarlo de las verdades simples de la vida, de los gozos más exquisitos del alma. Un auto que nos da comodidad y protección también nos aleja de los que no están en él, nos aísla del sufrimiento y del gozo, de las inclemencias y de las bondades de la naturaleza, nos pone en contacto con un volante pero nos aleja del prójimo; como todo lo material: nos muestra lo material, negándonos la magia del espíritu. El agua que escurría por mi cara momentos antes dejó de ser en ese instante un suplicio y se transformo a la luz de la meditación en una experiencia gozosa plena de vida y felicidad.

Exhausto no pude más que caer de rodillas ante el icono de la cruz y dar gracias...

Padre nuestro que estas en los cielos y desde los cuales no mandas el agua
Santificado sea tu Nombre
Venga a nosotros tu glorioso y maravilloso reino
Hágase tu voluntad y danos la fe para aceptarla
Danos hoy el pan y la salud
Y perdona nuestros enojos e incomprensión
Como nosotros (intentamos) perdonar a los que nos ofenden
No nos dejes caer en la tentación de sentir que necesitamos más de lo que nos das
Y líbranos del mal y de las necesidades materiales...

No sé, si en un futuro podré tener un auto pero la verdad no lo necesito...


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